lunes, 21 de octubre de 2013

CENA LEJOS DE MI CON SOMBRAS

Hace unas semanas recibí vía mail una invitación para una cena, la firmaba un tal yo, en el asunto ponía: vayas donde vayas, ahí estaremos, y llevaba un archivo adjunto detallando el menú.
Confiado por convecimiento como soy, no tardé en confirmar mi asistencia.
A día y hora señalados, forzando la puntualidad perfecta, hice acto de presencia de punta en blanco en el restaurante reservado. De un primer vistazo me pareció que solo había una silla vacante, al parecer habían acudido casi todos los convocados.
Como en una reunión de antiguos alumnos unos metían tripa y otros la sacaban.

Voy a contar solo lo que vi  no vayan a tacharme de charlatán.

Vamos allá.

El maestro de ceremonias llevaba una virgen dentro, su piel lucía un intenso bronceado de luna. Nos enseñó con orgullo el título de constructor de presas mientras confesaba que se había quedado solo y que contra pronóstico seguía sin resolver el teorema del concebir inmaculado. Se mostró afectuoso y acogedor aunque resultaba algo frío.

Tres negros hermosos y tristes tocaban Jach.

Había un invitado por ahí que se encaminaba al universo como quien se dirige al lecho de tibias y limpias sábanas que huelen a madre, a cada poco alzaba la voz y proclamaba: "Recorreremos juntos la senda de la victoria, pues a nosotros, amigos, nos asiste la rosa". Me contaron que tuvo la mala ventura de caer en un niño difícil. Al fin se sentó entre nosotros como despidiéndose.

A mi derecha ocupaba asiento uno que encendía velas con incendios, como si se reprodujese a través de ellos en una especie de sexualidad apocalíptica. Había rozado tan pocas pieles que le parecían todas obras maestras, me confesó al oído que vivía solo, como el fuego pasando página.

A mi izquierda se colocó uno que esperaba una manta encendida en fe en el próximo invierno, sostenía que otra cosa no podía hacer. Habló largo y tendido de los cuidados y mimos con que atendería su huerto de vínculos, concluyendo que se retiraría pronto pues se echaría a perder si no dejaba de hablar a tiempo.

Enfrente tenía a uno que desde que le besaron los labios no había vuelto a besar a nadie, aceptaba su egoísmo, pero como él decía, era toda su fortuna.

Presidiendo mesa en el extremo más alejado estaba el muerto de miedo, temía a lo rugoso y a lo liso, se hacía acompañar a su derecha por un monje y a su izquierda por un mendigo, al parecer coincidieron los tres en el deseo de sentarse juntos pues se tenían guardados buenos chistes.

El carpintero de la soledad se mantenía en silencio con una media sonrisa de sabelotodo pintada en la cara, tengo que resaltar que daba un poco de pena cierto aire de suficiencia que se marcaba.

En un rincón estaba un niño enfurruñado porque al parecer se le hacía poco caso.

Para que fuese completa la crónica de invitados, alguien debiera escribir quien era yo y en ausencia de este alguien yo mismo me tomo la licencia de describirme, sería el único a salvar si haciendo lo que hago no hubiere estado dormido tantos años.

He dejado para el final la presencia que me perturbó. Llegó un poco tarde y era bellísima, desde que nos cruzamos la mirada me eligió. Parecía una reina entre mares. Me recordaba a alguien, qué sé yo.
No tardamos mucho en terminar juntos, como si engarzados cada uno a un extremo de un muelle en tensión, este hubiera recuperado súbita pero blandamente su tamaño en reposo, podía inhalar su expiración, podía oír en mi sus propias palabras.
Decidimos pasar la noche en Zurich, nunca mejor dicho, La Noche.
Algo había en ella que recordaba de la miel, algo que desconocía de mi.

Camino de vuelta al restaurante preguntándome cómo es que volvía solo, me miré en un espejo y la vi a ella.


                                                




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