viernes, 17 de enero de 2014

VERBENA DE CASAS

Hoy he tenido un sueño: que todos los niños, todas las mujeres y todos los hombres tenían una casa con sus prerrogativas de comida, cama, calor, cuidado y el tiempo vivido en ella enteramente suyo.

Sospecho que he incluido a todo hombre, mujer y niño para entrar yo en el saco, pues creo que no me vendría mal un buen manojo de recuerdos entre cuatro paredes, techo y suelo y me refiero a recuerdos añejos, no nuevos, ya que difícilmente por mis méritos podría incluírseme en la lista de espera.
Entre los 7 signos de la inmoralidad del espíritu se encuentra la exclusión social; privar a alguien de casa es excluirle en dirección contraria a la espiritualidad, es vestir a alguien de algo a la fuerza, lo que hacemos con los santos sin ir más lejos.



INGREDIENTES
- El problema, o más bien misterio, que agarra por la garganta.
- Resistir al pairo las corrientes.
- Ecología de la resistencia al mal.



Vamos allá.


Pensaba empezar mostrando unas pinceladas de los Derechos Inalcanzables Humanos, pero lo dejo para otro día, prefiero jugar un rato con mi amada y la idea de casa, ocurriéndoseme que el cuidado recíproco necesario para la lozanía de nuestros amores es el mismo para cualesquiera de los tres tomados de dos en dos.
Mi amada y yo compartimos el eje vertical; mi amada y la casa son como espejos frente a frente; la casa y yo somos de una y la misma altura.

Soy un hombre dado la vuelta, lo que me permite cenar encantado en cualquier lugar, si exceptuamos los toboganes por las ganas de hacer pis que me dan y porque es desagradable mearse en casa, lo que me recuerda el cuento del niño enamorado de la luna que aun a riesgo de que lo conozcáis y resumido a su esencia dice así:

Erase una vez un niño que se enamoró locamente de la luna. De madrugada en madrugada, medio escapado y medio consentido, se escapaba de casa para ver a su amada.
Era testigo embobado de como desnudándose se investía y vistiéndose oscura descansaba de su belleza.
Una noche cualquiera se mostró más bella que nunca envuelta en lo que parecían sedas encarnadas regalo de un pueblo de oriente pero no lo eran; tan irresistiblemente bella que por no perderla de vista ni un momento el chiquillo se orinó encima.
Colorín colorado era el fajín de la luna y de este cuento el fin.

 Nunca he sabido negociar un contrato, si descubriere la cura definitiva del cáncer y la codicia se me adueñara, vendería la patente de manera que a los 4 días estaría buscando otra cura para ganarme la vida, es decir, seguro que pierdo la negociación y soy el invitado a esta cena.
Lo mejor de la cena viene a los postres, pero antes voy al baño.
Pura poesía en el paladar escrita con llamativa pulcritud en la puerta del retrete.

Mi amor es creciente,
un bálsamo hambriento,
gacela nacida para cebo
que me libera a besos
de sus besos.
Partimos del mismo puerto,
de la misma cicatriz,
pero cada uno da sus frutos,
no nos hermana el incendio de raíz,
luego no cometemos incesto.
Si yo me hago ella,
ella se vuelve in-ella.
Ella deshace mi deseo gordiano
y yo vigilo su retaguardia.
El péndulo nos dijo sí.

Aliviada la vejiga estoy listo para los postres.
Han cambiado las luces en mi ausencia, son buenos, el paladar se afina cuando el cerebro puede retirarse confiado de los  ojos. Como si lo estuviese viendo ya, van a tener que echarme de este lugar.
No hace muchos meses intenté recordar todas las casas en que viví, perdí la cuenta al llegar a cuarenta, pero es a través de su recuerdo como desentraño mi desenraizamiento primal.
Con la infancia a cuestas universo a universo, casa a casa, sin un lugar fijo para mis soledades.
Cualquier bienestar actual no tiene antepasados, luego no soy historiador, pero tampoco soy poeta en vista de que no doy una en el blanco.

Puedo contar mis casas por secretos, cada una, en su recuerdo llevado al límite, es un secreto tan cerrado que hay que imaginar bien a fondo para evocarlo.

Decir que he vivido en 40 casas es decir que puedo caminar por 40 lugares con los ojos vendados sin tropezarme y que dispuse de otros tanto rincones a los que irme enfurruñado o escapando de los vigorosos juegos de los otros niños.

Un miedo no puede dejar de exagerar, "bien instalado en mi silla, me impregno en el sentimiento de su fuerza", justo lo que hubiera querido de un padre. Se sabe que la memoria es un mar que devuelve a los muertos cuando le place.

Recuerdo 40 casas como quien recuerda 40 muertos,  empezando por la primera, mi madre; dos palabras en ese descenso maternal de la memoria a mis entrañas: estábamos solos.

Bienaventurado quien pudo vivir sus soledades de niño.


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